
Muchas veces resulta preciso el uso del sentido común, antes que cualquier saber científico o cualquier decisión tomada des-de la comodidad de un escritorio de un funcionario estatal.
Porque es comprensible que gane la presunción de riesgo frente a un enemigo desconocido, pero ha llegado la hora de que asumamos ciertos riesgos frente a la posibilidad de que otras enfermedades hagan más daño que el anunciado por el dichoso coronavirus.
El caso emblemático de la semana se dio con la noticia de que el papá de Solange -una mujer que tenía cáncer y que falleció- no pudo darle la despedida en vida, cuando estaba en sus últimos momento de convalecencia.
¿A quién se le ocurriría pensar que ese papá podría querer hacer otra cosa que estar con su hija, en ese momento, aunque viniese de otra provincia?
Incluso si ese papá fuese un portador de coronavirus jamás podría haber empeorado el pronóstico que finalmente se cumplió: la mujer murió tras padecer cáncer durante innumera- bles años.

Hablamos de una enfermedad -Covid-19- que tiene una letalidad del 2%, que en Córdoba tiene ocupado menos del 10% de las camas críticas, y que en una proporción enorme los enfermos vienen cursándola de forma asintomática.
Hablamos de riesgo versus una tristeza que no tiene nombre, de riesgo versus el dolor de un padre ante la pérdida de lo más sagrado que le dio la vida.
No habrá explicación suficiente ni argumento razonable para esa falta de sentido común, tras una cuarentena que no sólo no nos alejó de las estadísticas mundiales sino que empieza a traslucir muchos de los esfuerzos vanos ya hechos.
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