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Editorial: Apología del capitalismo

Circula un correo electrónico con palabras de un norteamericano, fechadas en 1930 y que pretenden aplicarse a nuestros tiempos.


No es la primera vez que me llega un correo electrónico cuyo pensamiento atribuyen a un tal  Adrian Rogers y que fechan en 1931, es decir, en la época de la recesión y la gran depresión económica norteamericana.
Si se tratase de Adrian Pierce Rogers, el texto es claramente falso porque el mencionado pastor de la Iglesia Bautista nació ese año y no pudo haberlas pronunciado nunca.
El texto en cuestión es el siguiente: “"No se puede establecer la libertad del pobre, sobre la base de dejar sin libertad al rico. Todo lo que una persona recibe sin haber trabajado para obtenerlo, otra persona deberá haber trabajado para ello, pero sin recibirlo. El Gobierno no puede entregar nada a alguien, si antes no se lo ha quitado a alguna otra persona. Cuando la mitad de las personas llegan a la conclusión de que ellas no tienen que trabajar porque la otra mitad está obligada a hacerse cargo de ellas, y cuando esta otra mitad se convence de que no vale la pena trabajar porque alguien les quitará lo que han logrado con su esfuerzo, eso, mi querido amigo, es el fin de cualquier nación. No se puede multiplicar la riqueza dividiéndola".
A simple vista, el texto es claro, liberalmente claro, una apología del capitalismo más salvaje que olvida que, en muchos casos, la pobreza se viene  arrastrando de generación en generación y existen casos de familias que están fuera del mercado laboral desde hace por lo menos dos generaciones. Esto es, que el abuelo no tuvo trabajo, ni tampoco el padre y mucho menos el hijo. Allí, hay que “construir” la noción de trabajo en un mundo donde las condiciones para el acceso son cada vez más exigentes.
Olvida también que ricos y pobres no tienen las mismas obligaciones, ni siquiera los mismos derechos. A decir por lo que pasó con la reciente crisis norteamericana, ningún rico irá a la cárcel después de haber generado tremendo desbarajuste con las hipotecas.
Y está claro que el Gobierno debe encargarse, en la medida de sus posibilidades, de la redistribución de las riquezas que nunca consistirá en un reparto equitativo sino en darle mayores opciones a los que más necesitan o los que menos tienen.
La única igualdad que puede generar un Gobierno es de oportunidades. Que todos puedan acceder a un buen servicio de salud, a uno de justicia, a uno de educación, a uno de seguridad. En esa garantía de acceso deberá estar motorizado todo el aparato del Estado.
Que haya gobiernos que prefieran relaciones clientelares con los sectores más pobres no los exime de la responsabilidad de asistirlos mientras los promueve a situaciones de mejoría social. Malos gobiernos no justifican recetas absurdas de países que siguen siendo tiranos.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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