Parece un túnel del tiempo: el ketchup y la mayonesa conviven con muebles centenarios. Al grandioso mostrador con pizarra para hacer las cuentas, la enorme heladera de madera y la vieja lámpara a kerosén, se suma un boticario que aún custodia frascos con aceite de coco y esencia de limón inglesa (sin abrir), un “Burnet” (aparentemene bicarbonato), aceite Esmeralda, un sello con el nombre del negocio, plumas y tinta, llaves oxidadas… todos silenciosos testimonios de tiempos donde el “ramos generales” era eje de la comunidad.
Los ojos no alcanzan para evaluar con justicia la vieja pintura con flores de las paredes. “Pintaban el fondo y pasaban una pinceleta sobre moldes con formas”, explica Ricardo D’Olivo (66), nieto de José –Bepi- quien fundara el negocio en 1908, y emocionado exhibe un libro de asientos contables de 1931, con letra de su padre Rogelio: “Acá se anotaban las compras de las familias, que después de la cosecha venían a pagar. Y cuando pagaban la cuenta mi abuelo les regalaba juegos de platos o de copas…”, cuenta Ricardo, quien con sus hijos está al frente del hoy “Almacén de Rogelio” (antes “Ramos Generales José D´Olivo”). “Con el furor de los supermercados se me ocurrió reformar… Le comenté a mi padre y me dijo: Hasta que yo viva no me toques nada; después hacé lo que quieras. Le agradezco porque hubiera cometido un error”, suspira.
“Vamos por la cuarta generación”, declara orgulloso Ricardo, y sintetiza la historia de este ícono de Puesto Viejo. Bepi trabajó con sus hijos (Rogelio entre ellos); Rogelio con su hijos Ricardo, Rosa y Graciela (la tercera, Estela, es maestra); y hoy Valeria, Agustín, Eugenio y Francisco –biznietos de Bepi- siguen protegiendo el legado familiar. “Aquí se vendía desde una aspirina hasta kerosén en lata que venía de Estados Unidos. También recuerdo la soda cáustica para hacer jabón; venía de Inglaterra. Y se vendía alfa (alfalfa), todo para las carneadas, artículos para sulkys, arneses para caballos, bombachas, alpargatas… Y hoy, salvo lo que cayó en desuso, seguimos teniendo de todo. Y sino, lo conseguimos”, declara Ricardo complacido de continuar con la tradición de brindar servicio.
El abuelo Bepi fallece en 1952 y ese mismo año nació Ricardo, quien recoge la historia familiar de labios paternos. “Después de fallecer mi abuelo mis tíos le vendieron a mi padre”, narra. Años más tarde esto se repitió: él le compró a sus hermanas. “Cuando terminé el secundario en 1968 mi padre me preguntó: ¿Vas a seguir estudiando? Lo único que me gusta es geografía, así que para trabajar de profesor me quedo con vos, le dije”.
A plazo
Su padre y sus tíos repartían mercadería semanalmente: “Salían con las jardineras llenas y las traían llenas de nuevo porque la gente hacía trueque. Recuerdo que las jardineras tenían un cajón con alambre donde metían los pollos (vivos, vale aclararlo), y todas las semanas mi padre llevaba a Córdoba 30 cajones de huevos” (unas 600 docenas).
Don Bepi
A Ricardo le contaron que en tiempos de su abuelo los chicos pedían ir al negocio porque Don Bepi les daba “la yapa”…. “Les regalaba caramelos o galletas… Y dejaba de atender a la gente mayor para que los chicos volvieran rápido a sus casas. Y los domingos –prosigue- como los niños no tenían diversiones, cuando sus padres venían al bar a jugar el chinchón, al truco o al codillo y a tomarse una copita, mi abuelo los hacía participar en carreras, y al ganador le daba un premio… Y con los mayorcitos jugaban a quien era el más forzudo: cargaban al hombro una bolsa de harina y la llevaban en bicicleta hasta la esquina y volvían…”, ríe satisfecho.
Don Bepi; Rogelio y sus hermanos; Ricardo, sus hermanas, y hoy sus hijos… todos son parte de un mismo entramado al que vale la pena asomarse.
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